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miércoles, 12 de enero de 2011

Creced y multiplicaos, de Isaac Asimov (parte I)

CRECED Y MULTIPLICAOS
142fc496eac1104b24ae30fdcb1cffa1El sargento de Policía Mankiewicz hablaba por teléfono y lo estaba pasando mal. Su conversación más parecía un embrollo contado a su manera.
Estaba diciendo:
—Está bien. Llegó y dijo: «Enciérrenme en la cárcel porque quiero matarme.»
—...
—¿Qué puedo hacer yo? Éstas fueron sus palabras exactas. A mí también me parece cosa de un loco.
—...
—Oiga, señor, el tío responde a la descripción. Usted me pidió información y yo se la estoy dando.

—...
—Sí, tiene la cicatriz exactamente en la mejilla derecha y me dijo que se llamaba John Smith. No dijo que fuera doctor ni nada de nada.
—...
—Bueno, puede que se lo invente. Nadie se llama John Smith. Por lo menos no en una comisaría de Policía.
—...
—Ahora está encerrado.
—...
—Sí, lo digo en serio.
—...
—Resistirse a la Ley, asalto y agresión, daños intencionados. Son tres cargos.
—...
—A mí qué me importa quien sea.
—...
—Está bien. Espero.
Miró al oficial Brown y puso la mano sobre el auricular. Era una manaza como un jamón que casi se tragaba todo el aparato. Su cara de facciones acusadas estaba enrojecida y sudada bajo una mata de pelo amarillo claro. Exclamó:
—¡Problemas! Nada hay sino problemas en una comisaría. Preferiría mil veces patear la calle.
—¿Quién está al teléfono? —preguntó Brown. Acababa de llegar y en realidad le tenía sin cuidado, pero pensó que, en efecto, Mankiewicz estaría mejor patrullando la calle.
Oak Ridge. Conferencia. Un tipo llamado Grant. Jefe de una división acabada en ógica o así, y ahora se ha ido en busca de alguien más a setenta y cinco centavos el minuto...
—¡Diga!
Mankiewicz volvió a agarrar el teléfono y se sentó.
—Mire, deje que le explique desde el principio. Quiero que lo entienda de una vez y, después, si no le gusta puede mandar a alguien aquí. El tipo no quiere un abogado. Asegura que sólo quiere quedarse en la cárcel y, amigo, no me parece mal.
—...
—Bueno, ¿quiere escucharme de una vez? Vino ayer, vino directamente hacia mí y dijo: «Oficial, quiero que me encierre en la cárcel porque quiero matarme». Así que yo le dije: «Óigame, lamento que quiera matarse. No lo haga porque si lo hace, lo lamentará el resto de su vida».
—...
—Hablo en serio. Sólo le digo lo que le dije. No le digo que sea una broma pesada, ya tengo bastantes problemas aquí, no sé si me entiende. ¿Cree que lo único que hago aquí es atender a locos que entran y...?
—...
—Déjeme hablar, ¿quiere? Le dije: «No puedo meterle en la cárcel porque quiera matarse. No es ningún crimen», y él me contestó: «Pero yo no quiero morir». Así que le dije: «Oiga, amigo, largo de aquí». Quiero decir que si un tipo quiere suicidarse, está bien, y sí no quiere, también, pero lo que no tolero es que venga a llorar sobre mi hombro.
—...
—Ya sigo. Así que él me dijo: «¿Si cometo un crimen me meterá en la cárcel?» Yo le contesté: «Si le descubren y alguien presenta una denuncia y no tiene dinero para pagar la fianza, le encerraré. Ahora, ¡lárguese!» Así que cogió el tintero de mi mesa y antes de que pudiera detenerle lo vació sobre el libro de registro de la Policía.
—...
—Está bien. ¿Por qué cree que le he acusado de daños intencionados? Le tinta me manchó todo el pantalón.
—...
—Sí, asalto y agresión, también. Me acerqué para sacudirle y hacerle entrar en razón y me dio una patada en la espinilla y un golpe en el ojo.
—...
—No me invento nada. ¿Quiere usted venir y mirarme la cara?
—...
—Irá a juicio un día de éstos. El jueves, a lo mejor.
—...
—Noventa días es lo menos que le pondrán, a menos que los psicos digan lo contrario. Por mí que debería estar en el manicomio.
—...
—Oficialmente, es John Smith. Es el único nombre que nos da.
—...
—No, señor. No se le soltará sin las debidas diligencias legales.
—...
—O.K. hágalo si quiere, amigo. Yo me limito a cumplir con mi deber aquí.
Dejó de golpe el teléfono sobre su soporte, después volvió a levantarlo y marcó un número. Dijo:
—¿Gianetti? —acertó y empezó a hablar de nuevo—. Óyeme, ¿qué es C.E.A.? He estado hablando con un chillado por teléfono y dice que...
—...
—No, no es chiste, botarate. Si lo fuera, lo diría. ¿Qué es esta sopa de letras?
Prestó atención, dijo «gracias» con voz ahogada y colgó.
Había perdido parte de su color.
—El segundo tipo era el jefe de la Comisión de Energía Atómica —explicó a Brown—. Debieron conectarle de Oak Ridge a Washington.
Brown se puso en pie de un salto.
—A lo mejor el FBI anda detrás de ese John Smith. Puede que sea uno de esos científicos. —Se sintió impelido a filosofar—. Deberían guardar los secretos atómicos lejos de estos tipos. Las cosas iban muy bien mientras el general Groves era el único que estaba enterado de lo de la bomba atómica. Pero una vez hubieron metido a todos esos científicos...
—Cállate ya —rugió Mankiewicz.

El doctor Oswald Grant mantenía los ojos fijos en la línea blanca que marcaba la carretera y conducía el coche como si fuera su enemigo. Siempre lo hacía así. Era alto y nudoso, con una expresión ausente estampada en su cara. Las rodillas tocaban al volante y los nudillos se le quedaban blancos cada vez que tomaba una curva.
El inspector Darrity se sentaba a su lado con las piernas cruzadas de forma que la suela de su zapato izquierdo presionaba fuertemente la puerta. Cuando retirara el zapato quedaría una marca terrosa. Se entretenía pasando un cortaplumas marrón de una mano a la otra. Antes, lo había abierto, descubriendo su hoja brillante, maligna, para limpiarse las uñas mientras viajaban, pero un súbito viraje por poco le cuesta un dedo, así que desistió. Preguntó:
—¿Qué sabe de ese Ralson?
El doctor Grant apartó la vista momentáneamente del camino, pero volvió a mirar. Inquieto, respondió:
—Le conozco desde que se doctoró en Princeton. Es un hombre muy brillante.
—¿Sí? Conque brillante, ¿eh? ¿Por qué será que todos los científicos se describen mutuamente como «brillantes»? ¿Es que no los hay mediocres?
—Sí, muchos. Yo soy uno de ellos. Pero Ralson, no. Pregúnteselo a cualquiera. Pregunte a Oppenheimer. Pregunte a Bush. Fue el observador más joven en Alamogordo.
—O.K. Era brillante. ¿Qué hay de su vida privada?
Grant tardó en contestar.
—No lo sé.
—Le conoce desde Princeton. ¿Cuántos años son?
Llevaban dos horas corriendo en dirección norte por la autopista de Washington, sin casi haber cruzado palabra. Ahora Grant notó que la atmósfera cambiaba y sintió el peso de la Ley sobre el cuello de su gabán.
—Se graduó en el año cuarenta y tres.
—Entonces hace ocho años que le conoce.
—Eso es.
—¿Y no sabe nada de su vida privada?
—La vida de un hombre a él le pertenece, inspector. No era muy sociable. La mayoría son así. Trabajan bajo fuerte presión y cuando están lejos del empleo, no les interesa seguir con las amistades del laboratorio.
—¿Pertenecía a alguna organización, que usted sepa?
—No.
—¿Le dijo alguna vez algo que le hiciera pensar que fuera un traidor?
—¡No! —gritó Grant, y por un momento hubo silencio.
De pronto Darrity preguntó:
—¿Es muy importante Ralson en la investigación atómica?
Grant se inclinó sobre el volante y respondió:
—Tan importante como cualquier otro. Le aseguro que nadie es indispensable, pero Ralson siempre ha parecido ser único. Tiene mentalidad de ingeniero.
—¿Y eso qué quiere decir?
—No es un gran matemático en sí, pero sabe resolver los problemas que la matemática de otros crean en la vida. No hay nadie como él cuando se presenta el caso. Una y otra vez, inspector, hemos tenido un problema que solucionar sin tiempo para hacerlo. Todo eran mentes vacías a nuestro alrededor, hasta que él pensaba y decía: ¿Por qué no pruebas tal y tal cosa? Y se iba. Ni siquiera le interesaba averiguar si funcionaría. Pero siempre funcionaba. ¡Siempre! Quizá lo hubiéramos conseguido nosotros también, pero nos hubiera llevado meses de horas extra. No sé cómo lo hace. También resulta inútil preguntarle. Se limita mirarte y te dice: «Era obvio» y se marcha. Naturalmente, una vez nos ha dicho cómo hay que hacerlo, es obvio.
El inspector le dejó que hablara. Cuando ya no dijo más, preguntó:
—¿Diría usted que Ralson es raro, mentalmente? Inestable, quiero decir.
—Cuando una persona es un genio, no espera uno que sea normal, ¿no le parece?
—Puede que no. Pero, ¿hasta qué punto es anormal este genio determinado?
—Nunca hablaba de sus cosas. A veces, no quería trabajar.
—¿Se quedaba en casa y se iba a pescar?
—No, no. Venía al laboratorio, ya lo creo, pero se quedaba sentado ante su mesa. A veces, esto duraba semanas. Si uno le hablaba no contestaba, ni siquiera te miraba.
—¿Alguna vez dejó de trabajar del todo?
—¿Antes de ahora, quiere decir? ¡Jamás!
—¿Declaró alguna vez que quería suicidarse? ¿Dijo alguna vez que sólo se sentiría seguro en la cárcel?
—No.
—¿Está seguro de que John Smith es Ralson?
—Casi seguro. Tiene una quemadura en la mejilla derecha que es inconfundible.
—O.K. Está bien, hablaré con él y veré qué tal suena.
Esta vez el silencio fue duradero. El doctor Grant siguió la línea blanca mientras que el inspector Darrity lanzaba el cortaplumas en arcos poco pronunciados, de una mano a otra.
El celador escuchó desde el locutorio y miró a sus visitantes.
—Podemos hacer que le traigan aquí, inspector, si no le importa.
—No —Grant movió la cabeza—, iremos a verle.
—¿Es eso normal en Ralson, doctor Grant? —preguntó Darrity—. ¿Teme que ataque al celador que trate de sacarlo de su celda?
—No sabría decírselo —dijo Grant.
El celador tendió una mano callosa. Su nariz bulbosa se arrugó algo.
—Hemos tratado de no hacer nada con él hasta ahora, debido al telegrama de Washington; pero, francamente, no tendría que estar aquí. Estaré encantado de perderle de vista.
—Le visitaremos en su celda —anunció Darrity. Recorrieron el frío corredor bordeado de rejas. Ojos vacíos de curiosidad contemplaron su paso. Al doctor Grant se le puso la carne de gallina.
—¿Lo han tenido aquí todo este tiempo?
Darrity no contestó. El guardia que les precedía se detuvo:
—Esta es la celda.
—¿Es éste el doctor Ralson? —preguntó Darrity. El doctor Grant miró silenciosamente a la figura que estaba encima del jergón. El hombre estaba echado, cuando llegaron a la celda, pero ahora se había incorporado sobre un codo y parecía que trataba de incrustarse en la pared. Su cabello era ceniciento y escaso, su cuerpo flaco, los ojos vacíos de un azul de porcelana. En la mejilla derecha tenía una cicatriz rosada, en relieve, que terminaba en un rabo de renacuajo. El doctor Grant dijo:
—Es Ralson.
El guardia abrió la puerta y entró, pero el inspector Darrity le mandó salir con un gesto. Ralson les observaba, en silencio. Había puesto ambos pies sobre el jergón y seguía echándose atrás. Su nuez se agitaba al tragar. Darrity preguntó en tono tranquilo:
—¿Doctor Elwood Ralson?
—¿Qué quiere? —Su voz era sorprendente, de barítono.
—Por favor, ¿quiere venir con nosotros? Hay unas cuantas preguntas que nos gustaría hacerle.
—¡No! ¡Déjeme en paz!
—Doctor Ralson —interpuso Grant—, me han enviado para que le ruegue que vuelva al trabajo.
Ralson miró al científico y en sus ojos hubo un brillo fugaz que no era de miedo. Le saludó:
—Hola, Grant. —Bajó del camastro—. Óigame, he estado intentando lograr que me encierren en una celda acolchada. ¿No puede conseguir que lo hagan por mí? Usted me conoce, Grant. No le pediría algo que no considerara necesario. Ayúdeme. No puedo soportar estas paredes tan duras. Me hacen querer..., estrellarme contra ellas...
Bajó la palma de la mano y golpeó el muro gris y duro de cemento, detrás de su camastro. Darrity pareció pensativo. Sacó su cortaplumas y lo abrió dejando ver su hoja brillante. Se rascó la uña del pulgar cuidadosamente y preguntó:
—¿Le gustaría que le viera un médico?
Pero Ralson no le contestó. Seguía con la mirada el brillo del metal y entreabrió y humedeció sus labios. Su respiración se hizo ronca y entrecortada.
—¡Guarde eso! —exclamó.
—¿Qué guarde qué? —inquirió Darrity.
—Su navaja. No me la ponga delante. No puedo soportar mirarla.
—¿Por qué no? —preguntó Darrity, y se la tendió—. ¿Le ocurre algo? Es un buen cortaplumas.
Ralson saltó. Darrity dio un paso atrás y su mano izquierda cayó sobre la muñeca del otro. Levantó la navaja en alto.
—¿Qué le pasa, Ralson? ¿Qué está buscando?
Grant protestó, pero Darrity le silenció.
—¿Qué se propone, Ralson?
Ralson trató de alzarse, pero se doblegó bajo la tremenda garra del otro. Jadeó:
—Deme la navaja.
—¿Por qué, Ralson? ¿Qué quiere hacer con ella?
—Por favor, tengo que... —Ahora suplicaba—. Tengo que dejar de vivir.
—¿Tiene ganas de morir?
—No, pero debo hacerlo.
Darrity le dio un empujón. Ralson se tambaleó hacia atrás y cayó de espaldas sobre su camastro que crujió ruidosamente Sin prisa, Darrity dobló la hoja de su cortaplumas, la metió en su ranura, y lo guardó. Ralson se cubrió el rostro. Sus hombros se sacudían, pero por lo demás no hizo ningún movimiento. Se oyeron gritos en el corredor, al reaccionar los demás presos por el ruido que salía de la celda de Ralson. El guardia se acercó corriendo, gritando «¡Silencio!» al pasar. Darrity le miró:
—No pasa nada, guardia.
Se secaba las manos en un enorme pañuelo blanco.
—Creo que debemos buscarle un médico.

El doctor Gottfried Blaustein era bajito y moreno y hablaba con algo de acento austriaco. Le faltaba solamente una perilla para parecer, a los ojos de los profanos, su propia caricatura. Pero iba afeitado y muy cuidadosamente vestido. Observó a Grant de cerca, como calibrándole, observándole y guardando sus deducciones. Lo hacía ahora maquinalmente con cualquiera que se encontrara. Dijo:
—Me ha proporcionado cierta imagen. Me describe un hombre de gran talento, quizás incluso un genio. Me dice que se ha encontrado siempre incómodo con la gente, que jamás ha encajado con su entorno del laboratorio, aunque era allí donde cosechaba los mayores éxitos. ¿Hay algún otro ambiente en el que haya encajado?
—No le comprendo.
—No todos nosotros hemos sido tan afortunados como para encontrar un tipo de compañía satisfactoria en el lugar o en el campo donde encontramos necesario ganarnos la vida. Frecuentemente, uno encuentra compensación tocando un instrumento, o haciendo marchas, o perteneciendo a algún club. En otras palabras, uno se crea un nuevo tipo de sociedad, cuando no trabaja, en el que uno se siente más a gusto. No es necesario que tenga la menor relación con la ocupación ordinaria. Es una evasión, y no necesariamente insana. —Sonrió, y añadió—: Yo mismo, yo colecciono sellos. Soy miembro activo de la Sociedad Americana de Filatélicos.
Grant sacudió la cabeza.
—Ignoro lo que hacia fuera de su trabajo. Dudo que hiciera algo como lo que usted ha mencionado.
—¡Humm! Esto sería triste. Disfrutar y relajarse donde se pueda es bueno, pero hay que encontrar esa distracción, ¿no cree?
—¿Ha hablado ya con el doctor Ralson?
—¿Sobre sus problemas? No.
—¿Y no va a hacerlo?
—¡Oh, sí! Pero lleva aquí solamente una semana. Uno debe darle la oportunidad de recuperarse. Estaba en un estado sumamente excitado cuando llegó aquí. Era casi el delirio. Déjele que descanse y se acostumbre a su nuevo entorno. Entonces, le interrogaré.
—¿Podrá hacer que vuelva al trabajo?
—¿Cómo puedo saberlo? —Blaustein sonrió—. Ni siquiera sé cuál es su enfermedad.
—¿No podría por lo menos liberarle de la peor parte..., de su obsesión suicida..., y ocuparse del resto de la cura ya sin prisa?
—Tal vez. No puedo siquiera aventurar una opinión sin varias entrevistas.
—¿Cuánto tiempo supone que tardará?
—En estos casos, doctor Grant, nadie puede saberlo.
Grant se apretó las manos con fuerza.
—Bien, entonces haga lo que le parezca mejor. Pero todo esto es mucho más importante de lo que supone.
—Puede ser. Pero usted debería ayudarme, doctor Grant.
—¿Cómo?
—¿Puede conseguirme ciertos informes que tal vez se consideren de máximo secreto?
—¿Qué tipo de información?
—Me gustaría saber cuántos suicidios han ocurrido, desde 1945, entre los científicos nucleares. También cuántos han abandonado sus puestos para pasarse a otro tipo de trabajos científicos, o abandonado por completo la ciencia.
—¿Está esto relacionado con Ralson?
—¿No cree usted que podría ser una enfermedad ocupacional, me refiero a su tremenda tristeza?
—Bueno, naturalmente, muchos han dejado sus puestos.
—¿Por qué naturalmente, doctor Grant?
—Debe conocer lo que ocurre, doctor Blaustein. La atmósfera en la investigación atómica moderna es de enorme presión y compromiso. Trabaja con el Gobierno, trabaja con los militares, no puede hablar de su trabajo; tiene que cuidar mucho lo que dice. Naturalmente, si se presenta la oportunidad de un puesto en la Universidad, donde puede fijar sus horarios, hacer su trabajo, escribir artículos que no deban ser sometidos a la C.E.A., asistir a congresos que no se celebran a puerta cerrada, uno lo agarra.
—¿Y abandona para siempre su especialidad?
—Siempre tiene aplicaciones no militares. Por supuesto, hubo un hombre que abandonó por otra razón. Una vez me contó que no podía dormir por las noches. Decía que oía cien mil gritos procedentes de Hiroshima cuando apagaban las luces. Lo último que he sabido de él es que se colocó de dependiente en una mercería.
—¿Y usted ha oído gritos alguna vez?
Grant movió afirmativamente la cabeza.
—No es agradable saber que incluso una mínima parte de la responsabilidad de la destrucción atómica pueda ser mía.
—¿Qué pensaba Ralson?
—Jamás hablaba de estas cosas.
—En otras palabras, si lo sentía, nunca se sirvió de la válvula de escape que hubiera sido comentarlo con ustedes.
—Creo que no.
—Sin embargo, hay que seguir con la investigación nuclear, ¿no?
—Ya lo creo.
—¿Cómo actuaría, doctor Grant, si sintiera que tenía que hacer algo que no puede hacer?
Grant se encogió de hombros.
—No lo sé.
—Algunas personas se matan.
—¿Quiere decir que esto puede ser lo de Ralson?
—No lo sé. No lo sé. Esta noche hablaré con el doctor Ralson. No puedo prometerle nada, claro, pero le diré lo que pueda.
—Gracias, doctor —dijo Grant levantándose—, trataré de conseguir la información que me ha pedido.

El aspecto de Elwood Ralson había mejorado en la semana que llevaba en el sanatorio del doctor Blaustein. Había engordado un poco y parte de su desasosiego había desaparecido. No llevaba corbata ni cinturón, ni sus zapatos tenían cordones. Blaustein preguntó:
—¿Cómo se encuentra, doctor Ralson?
—Descansado.
—¿Le tratan bien?
—No puedo quejarme, doctor.
La mano de Blaustein tanteó en busca del abrecartas con el que solía jugar en momentos de abstracción, pero sus dedos no encontraron nada. Lo había escondido, claro, con todo aquello que poseyera filo. Sobre su mesa no había otra cosa que papeles.
—Siéntese, doctor Ralson —le dijo—. ¿Qué tal van sus síntomas?
—¿Quiere decir si siento lo que usted llamaría un impulso suicida? Sí. Está mejor o peor, creo que depende de lo que piense. Pero no lo llevo siempre conmigo. No puede usted hacer nada por ayudarme.
—Quizá tenga razón. A veces hay cosas que no puedo remediar. Pero me gustaría saber todo lo que pudiera sobre usted. Es usted un hombre importante...
Ralson dio un bufido.
—¿No se considera importante? —repuso Blaustein.
—De ningún modo. No hay hombres importantes, como tampoco hay bacterias individuales importantes.
—No comprendo.
—No pretendo que lo comprenda.
—No obstante, me parece que detrás de su afirmación debe de haber mucha reflexión. Sería ciertamente del mayor interés para mí que me explicara un poco ese pensamiento.
Ralson sonrió por primera vez. No era una sonrisa agradable. La nariz se le había quedado blanca. Comentó:
—Es divertido observarle, doctor. Cumple concienzudamente su cometido. Quiere usted escucharme, ¿no es cierto?, con ese aire de falso interés y fingida simpatía. Le contaré las cosas más ridículas y aún tendré la seguridad de conservar el auditorio, ¿no es así?
—¿No puede pensar que mi interés sea real, aunque también sea profesional?
—No, no le creo.
—¿Por qué no?
—No me interesa discutirlo.
—¿Prefiere regresar a su habitación?
—Si no le importa, no. —Su voz, al ponerse en pie, sonaba enfurecida, después volvió a sentarse—. ¿Por qué no utilizarle yo? No me gusta hablar a la gente. Son estúpidos. No ven las cosas. Miran lo obvio durante horas y no significa nada para ellos. Si les hablara no comprenderían; se les terminaría la paciencia; se reirían. En cambio usted tiene que escucharme. Es su trabajo. No puede interrumpir para decirme que estoy loco, aunque a lo mejor lo esté pensando.
—Me alegrará escuchar todo lo que quiera contarme.
Ralson respiró profundamente.
—Hace un año que me enteré de una cosa que poca gente conoce. Puede que sea algo que ninguna persona viva alcance. ¿Sabía usted que los avances culturales se producen a borbotones? En una ciudad de treinta mil habitantes libres, por espacio de dos generaciones surgieron suficientes genios artísticos y literarios de primer orden para abastecer a una nación de millones, durante un siglo, en circunstancias ordinarias. Me refiero a la Atenas de Pericles. «Hay otros ejemplos. La Florencia de los Médicis, la Inglaterra de la reina Isabel, la España del califato de Córdoba. Hubo una oleada de reformadores sociales entre los israelitas de los siglos VIII y VII antes de Cristo. ¿Sabe lo que quiero decir?
Blaustein asintió.
—Veo que la Historia es un tema que le interesa.
—¿Por qué no? Supongo que no hay nada que diga que debo limitarme a la física nuclear y a las ondas hertzianas.
—En absoluto. Siga, por favor.
—Al principio, pensé que podía aprender más del auténtico enigma de los ciclos históricos, consultando a un especialista. Celebré alguna conferencia con un historiador. ¡Tiempo perdido!
—¿Cómo se llamaba ese historiador?
—¡Qué importa!
—Puede que nada, si prefiere considerarlo confidencial. ¿Qué le dijo?
—Dijo que yo estaba equivocado; que la Historia «sólo» parecía avanzar a saltos. Dijo que, después de mucho estudio, las grandes civilizaciones de Egipto y de Sumer no surgieron ni de pronto ni de la nada sino basadas en otras civilizaciones menores tardías en desarrollarse que ya eran sofisticadas en sus manifestaciones. Dijo que la Atenas de Pericles creció sobre una Atenas de inferiores logros, pero sin la cual la era de Pericles no habría existido. «Le pregunté por qué no existía una Atenas posterior a Pericles de más altos logros aún, y me dijo que Atenas estaba arruinada por una plaga y por una larga guerra con Esparta. Pregunté sobre otros brotes culturales y siempre una guerra los había aniquilado o, en algunos casos, les había acompañado. Siempre era así. La verdad estaba allí; sólo tenía que inclinarse y recogerla, pero no lo hizo. —Ralson se quedó mirando al suelo y prosiguió con voz cansada—: A veces, vienen a verme al laboratorio, doctor. Dicen: «¿Cómo diablos vamos a librarnos de tal y tal efecto que arruina todos nuestros cálculos, Ralson?» Me muestran los instrumentos y los diagramas de la instalación y les digo: «Salta a la vista. ¿Por qué no hacen tal y tal cosa? Un niño podría decírselo.» Luego me alejo porque no puedo soportar el creciente asombro de sus estúpidos rostros. Más tarde, se me acercan para decirme: «Funcionó, Ralson. ¿Cómo lo calculó?» No puedo explicárselo, doctor, sería como explicarles que el agua moja. Y yo, claro, no podía explicárselo al historiador. Tampoco puedo explicárselo a usted. Es perder el tiempo.
—¿Le gustaría volver a su habitación?
—Sí.
Blaustein siguió sentado y se quedó pensando un rato después de que Ralson saliera de su despacho. Sus dedos buscaron maquinalmente en el primer cajón de la derecha de su mesa y sacaron el abrecartas. Lo hizo girar entre los dedos. Finalmente, levantó el teléfono y marcó el número que le habían dado. Dijo:
—Soy Blaustein. Hay un historiador que fue consultado por el doctor Ralson hace algún tiempo, probablemente más de un año. No conozco su nombre. Ni siquiera sé si estaba relacionado con la Universidad. Si consiguen encontrarlo me gustaría verle.

Thaddeus Milton, doctor en Filosofía, parpadeó pensativo y mirando a Blaustein se pasó la mano por el cabello entrecano, diciendo:
—Vinieron a verme y les dije que, efectivamente, había conocido a ese hombre. No obstante, he tenido poco contacto con él. En realidad sólo una conversación de tipo profesional.
—¿Cómo se encontraron?
—Me escribió una carta..., y por qué a mí y no a otra persona, lo ignoro. Habían aparecido una serie de artículos míos en una de las publicaciones divulgativas, bastante populares y de gran atracción en aquella época. Tal vez le llamaron la atención.
—Ya. ¿De qué tópico en general trataban los artículos?
—Eran consideraciones sobre la validez del enfoque cíclico a la Historia. Es decir, si uno puede o no decir que una civilización determinada debe seguir leyes de crecimiento y ocaso en cualquier asunto análogo a los que conciernen al individuo.
—He leído a Toynbee, doctor Milton.
—Entonces, sabrá a lo que me refiero.
—Y cuando el doctor Ralson le consultó, ¿era por algo relacionado con el enfoque cíclico de la Historia? —preguntó Blaustein.
—Humm. Supongo que en cierto modo, sí. Naturalmente, el hombre no es un historiador y alguna de sus nociones sobre giros culturales son excesivamente dramatizadas y, digámoslo, sensacionalistas. Perdóneme, doctor, si le hago una pregunta que pueda ser indiscreta. ¿El doctor Ralson es uno de sus clientes?
—El doctor Ralson no está bien, y le estoy cuidando. Esto y todo lo que se diga aquí, será, por supuesto, confidencial.
—Está bien. Lo comprendo. Sin embargo, su respuesta me explica algo. Algunas de sus ideas casi rozaban lo irracional. Me pareció que siempre estaba preocupado por la relación entre lo que él llamaba «brotes culturales» y las calamidades de un tipo u otro. Ahora bien, estas relaciones se han observado con frecuencia. El momento de mayor vitalidad de una nación puede aparecer en tiempos de gran inseguridad nacional. Los Países Bajos es un ejemplo. Sus grandes artistas, estadistas y exploradores pertenecen al principio del siglo XVII cuando se encontraba enfrascada en una lucha a muerte con el mayor poder europeo de la época, España. Cuando el país estaba al borde de la destrucción, creaba un imperio en el Lejano Oriente y había asegurado puntos de apoyo en América del Sur, en la punta del África meridional, y en el valle del Hudson en América del Norte. Su flota mantenía a Inglaterra a raya. Y cuando su seguridad política quedó asegurada, sobrevino el ocaso.
»Como le he dicho, suele ocurrir. Los grupos, como los individuos, se alzan a indecibles alturas en respuesta a un desafío, y se limitan a vegetar cuando éste falta. Pero, donde el doctor Ralson se apartó del sendero de la cordura fue al insistir que tal punto de vista equivalía a confundir causa y efecto. Declaró que no eran los tiempos de guerra y peligro los que estimulaban los «brotes culturales», sino más bien al contrario. Insistía en que cada vez que un grupo de hombres mostraba demasiada vitalidad y habilidad, era necesaria una guerra para destruir la posibilidad de desarrollo ulterior.
—Ya veo —comentó Blaustein.
—Confieso que casi me reí de él. Tal vez fue por eso por lo que no compareció a la última cita que habíamos concertado. Casi al final de la última entrevista me preguntó, con el máximo interés imaginable, si no me parecía peculiar que una improbable especie, como es el hombre, dominara la Tierra cuando lo único que tenía en su favor era la inteligencia. Ahí me eché a reír. Tal vez no hubiera debido hacerlo, pobre hombre.
—Fue una reacción natural —le tranquilizó Blaustein—, pero no debo abusar más de su tiempo. Me ha ayudado mucho.
Se estrecharon la mano y Thaddeus Milton se despidió

—Bueno —dijo Darrity—, aquí tiene las cifras recientes de suicidios entre el personal científico. ¿Saca alguna deducción?
—Es a usted a quien debería preguntárselo. El FBI debe haber investigado a fondo.
—Puede apostar el presupuesto nacional a que sí. Son suicidios, sin la menor duda. Ha habido gente comprobándolo en otro departamento. El número está cuatro veces por encima de lo normal, teniendo en cuenta edad, condición social, situación económica.
—¿Qué hay con los científicos británicos?
—Más o menos lo mismo.
—¿Y en la Unión Soviética?
—¡Quién sabe! —El investigador se inclinó hacia delante—. Doctor, no creerá usted que los soviéticos tienen una especie de rayo que hace suicidarse a la gente, ¿verdad? Se sospecha en cierto modo que los únicos afectados son los hombres dedicados a la investigación atómica.
—¿De verdad? Puede que no. Los físicos nucleares sufren tal vez tensiones especiales. Es difícil decirlo sin hacer un estudio a fondo.
—¿Quiere decir que tienen complejos? —preguntó Darrity con suspicacia.
Blaustein hizo una mueca.
—La Psiquiatría se está volviendo demasiado popular. Todo el mundo habla de complejos y neurosis, de psicosis y coacciones y sabe Dios qué. El complejo de culpabilidad de un hombre es el sueño plácido de otro hombre. Si pudiera hablar con cada uno de los que se han suicidado, a lo mejor comprendería algo.
—¿Ha hablado con Ralson?
—Sí, he hablado con Ralson.
—¿Tiene algún complejo de culpabilidad?
—No. Tiene antecedentes de los que no me sorprendería que obtuviera una morbosa angustia mortal. Cuando tenía doce años, vio morir a su madre bajo las ruedas de un coche. Su padre murió de cáncer. Sin embargo, no está claro el efecto de ambas vivencias en su problema actual.
Darrity recogió su sombrero.

—Bueno, doctor, le deseo éxito. Hay algo gordo en el aire, algo mucho mayor que la bomba H. No sé cómo puede haber algo mayor que eso, pero lo hay. —Ralson insistió en seguir de pie—. He tenido una mala noche, doctor.
PARTE II, CLIC ACÁ
luu

3 comentarios:

Mili dijo...

Luu, no es un toque largo?

Luu dijo...

Sí, y es tan largo como genial.

Unknown dijo...

Hola Luciana, ¿podés comparitr cuál es tu conjetura sobre la idea principal del cuento? Me gustaría intercambiar ideas al respecto... Saludos

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